El conde Abel y la princesa
Éstos eran un hijo de un conde, que se llamaba el conde Abel, y una princesa, y los dos eran novios.
Y una vez estaban comiendo y se le cayó al conde una guinda. Y decía: – ¿Recogeré o no esa guinda que se me ha caído?
Si la recojo la princesa dirá que soy sucio y avariento. Y si no la recojo dirá que soy gastador.
Y así lo estuvo pensando hasta que al fin dijo: – La voy a coger. Y la cogió del suelo y se la comió.
Y por eso la novia ya no le quiso. Decía ella que no se casaba con un conde que recogía la comida que se la caía al suelo.
Y el pobre conde se puso muy triste y ya no sabía qué hacer pa que su princesa lo volviera a querer.
Y por fin se decidió a irse de mendigo a la casa de la princesa.
Y se vistió de mendigo y llevaba escondida una copa de oro, una sortija y un medallón.
Y llegó al palacio pidiendo limosna. Y la princesa salió y le dió una limosna.
Y entonces él la dijo: – Señora, ¿no tiene usté algo que yo pudiera hacer, algún trabajo?
Y ella le dijo que no, que pa todos los quehaceres del palacio ya tenían criados.
Y él la dijo que trabajaría en el jardín o donde fuera pa hacer algo y ganar unos cuartos. Y entonces ella le dijo que fuera a cavar en el jardín.
Y fué a cavar en el jardín y a poco que estuvo cavando echó en la tierra la copa de oro y dijo:
– Miren ustedes lo que me he encontrao. Una copa de oro preciosa. ¡Qué bonita!
Y ya salió la princesa y la vió y le dijo: – ¡Qué bonita! ¡Démela usté!
Y él la dijo: – Ésta no se la doy yo a nadie. Yo la he encontrao y mía es.
Y le dijo entonces la princesa: – Pues véndamela. Dígame usté qué quiere por ella.
Y él dijo: – No, no; que no la doy por nada del mundo.
Y ella le estuvo rogando que se la diera y le preguntaba qué quería por ella, hasta que él la dijo:
– Güeno, pues se la doy a usté si se alza usté las enaguas y me enseña sus ligas.
Y ella dijo: – Pero que sinvergüenza es usté. ¿Pa qué quiere usté que le enseñe las ligas?
Y él la respondió: – Güeno, si no quiere, está bien. Me quedo con la copa de oro.
Y ya ella lo estuvo pensando y dijo: – Güeno, este mendigo ¿qué me importa que me vea las ligas?
Y le dijo que estaba güeno. Y se alzó las enaguas y le enseñó las ligas y él le dió la copa de oro.
Y se fué la princesa muy contenta con su copa y él siguió cavando en el jardín.
Y cavando, cavando, tiró la sortija y la recogió y gritó: – ¡Ahora sí que me he encontrao una cosa bonita! ¡Miren ustedes qué sortija más preciosa!
Y ya salió la princesa y la vió y le dijo: – ¡Ay, qué rebonita es! ¿Cuánto quiere usté por ella?
Y él le contestó: – Por nada del mundo la doy. Ésta sí que no la doy por nada. Me quedo yo con ella.
Pero tanto le estuvo rogando la princesa que por fin la dijo: – Güeno, si usté quiere quedarse con esta sortija tiene que enseñarme las piernas.
Y entonces la princesa le dijo: – Pero, qué sinvergüenza y atrevido es usté.
Le enseñé las ligas y ahora quiere que le enseñe las piernas. No, señor, eso sí que no puede ser.
Y él la dijo: – Muy bien; me quedo con mi sortija. Y entonces ella dijo: – Este mendigo nadien le conoce.
¿Qué me importa que me vea las piernas? Y ya le dijo que estaba güeno que le iba a enseñar las piernas.
Y subió el mendigo y le enseño las piernas. Y cuando ella le enseñó las piernas dijo él: – ¡Ay, qué piernas tan blancas y tan bonitas tiene usté! Y le entregó la sortija.
Y se fué la princesa con la sortija, pero un poco avergonzada.
Pero decía: – ¡Qué me importa! Este mendigo tonto no sabe nada, y a nadie se lo dirá.
Y el siguió cavando en el jardín, y luego echó un medallón de oro en la tierra y gritó: – ¡Ay, qué medallón más hermoso me he encontrao!
Y la princesa cuando lo supo bajó en seguida y le dijo: – A ver el medallón que has encontrao.
Y ya se lo enseñó y la dijo: – Mire usté. Pero no me pregunte cuánto quiero por él porque este sí que no se lo doy ni a usté ni a nadien.
Éste es pa quedarme yo con él. Y la princesa le dijo: – ¡Anda, véndemelo! Dime qué quieres que te dé por él.
Y él la contestó: – Señora, no me diga usté que se lo dé porque no puede ser.
Mírelo usté. Este sí que a nadie del mundo se lo doy ni por dinero ni por nada.
Pero la princesa tanto le estuvo rogando que por fin la dijo:
– Güeno, pues mire usté, sólo por una cosa se lo doy y es que me deje dormir con usté una noche.
– Usté es un atrevido y un pícaro, – le dijo la princesa.
– Ya porque le he enseñao las ligas y las piernas cree usté que hasta puede dormir conmigo.
Y él la contestó: – Señora, perdone usté. Sólo por eso la doy el medallón. Y me cose en una sábana y me echa a los pies.
Así duermo con usté en su cama. Y la princesa le dijo que no, que eso no podía ser.
Pero come él la dijo que entonces él se quedaría con el medallón por fin consintió y le dijo que estaba güeno,
que por la noche le coserían en una sábana y que dormiría a los pies de ella en su misma cama.
Y cuando llegó la noche fué el mendigo a que lo cosieran en la sábana.
Y la princesa le dijo: – ¿Cómo se llama usté? Y él la dijo: – Yo me llamo Pedrón.
Y lo metieron en una sábana y lo cosieron y lo llevaron a la cama de la princesa y lo echaron a los pies.
Y a media noche empezó a moverse el mendigo y decía: – ¡Ay, qué me descoso! ¡Ay, qué me descoso!
Y rompió la sábana y salió y se acostó a la cabecera con la princesa.
Y entonces la enamoró y hizo lo que quiso con ella.
Y entonces ella le dijo: – ¿Qué voy a hacer yo ahora? No importa quien sea usté tendré que casarme con usté.
Y él la dijo: – No puede ser. Yo no me puedo casar con usté. Y a la madrugada se salió del palacio y se fué a cavar al jardín.
Y así pasaron unos meses y todas las noches iba Pedrón a dormir con la princesa.
Y ya un día cuando ya no podía esconder de sus padres lo que le pasaba le dijo al mendigo:
– ¡Ay, Pedrón, llévame contigo adonde quieras, que si mis padres se enteran me matan!
Y él la decía: – No, no, que no te llevo a ninguna parte.
Y ella lloraba y le decía: – ¡Ay, Pedrón, Pedrón, que cuando mis padres se enteren!
Y él la dijo: – Pero y ¿pa dónde quieres que te lleve? ¿Pa un molino desparrafao que tiene mi padre?
Y ella lloraba y decía: – ¡Ay, Pedrón, Pedrón, llévame adonde quieras!
Y ya dijo el conde: – Ella me quiere y se casará conmigo. Y se la llevó en una burra pa su palacio.
Y pasaron por onde había un rebaño de cabras muy grande, y le dijo ella: – Mira qué cabras más bonitas. ¿De quién serán?
Y él la dijo: – Esas cabras son del conde Abel.
Y ella dijo entonces: – ¡Ay de mí! Antes me quería mucho y se quería casar conmigo,
pero yo no le quise a él porque una vez se le cayó una guinda y la recogió y se la comió.
Y ya pasaron por onde había muchas ovejas, y dijo ella: – Mira qué ovejas más bonitas. ¿De quién serán.
Y él la dijo: – Esas ovejas son también del conde Abel.
Y ella suspiró y dijo: – ¡Ay de mí! ¡Cuánto me quería a mí el conde Abel y yo tonta no le quise a él! ¡Ay de mí!
Y siguieron caminando pal castillo del conde.
Y cuando ya iban llegando al palacio le dijo el conde Abel: – ¿Dices princesa que el conde Abel te quería mucho?
Y ella le contestó: – ¡Ay, sí, mucho, mucho! Y yo también le quería, pero por lo de la guinda ya no le quise.
¡Ay, qué tonta fuí! ¡Ay, cuánto me quiso!
Ya estaban cerca del palacio y llegaron ande estaba un molino.
Y ai en el molino metió el conde Abel a la princesa y ai estuvieron hasta que dió a luz.
Y el conde le llevó allí ropa y comida, criados y todo lo que hacía falta.
Y ella le dijo un día: – ¿De dónde traes tú todo eso, Pedrón?
Y él la dijo: – De la casa y hacienda del conde Abel. Y ella le preguntó: – ¿ Y dónde está el conde Abel?
Y él la abrazó y la dijo: – Éste es el conde Abel, el que te quería y te quiere.
Y ya se quitó el vestido de mendigo y ella le reconoció. Y se casaron y se fueron a vivir al palacio del conde.
Originalausgabe
2012 Deutscher Taschenbuch Verlag GmbH & Co. KG, München
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eBook ISBN 978-3-423-41961-1 (epub)
ISBN der gedruckten Ausgabe 978-3-423-09437-5
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