Cuentos populares

Spanische Volksmärchen

Herausgegeben und übersetzt von Lothar Gaertner
Mit Illustrationen von Louise Oldenbourg
Synchronisation: Doppeltext

Titelblatt

El conde Abel y la princesa

El palacio del Jarancón

La gaita

Las monas

El herrero y el diablo

Las tres gracias por Dios

El tío Grillo, adivino

El acertijo

La cosa más rara del mundo

Ladrón y pícaro

La apuesta del posadero

El roble que no quiso pagar

El médico y la Muerte

Nicolasín y Nicolasón

El asno y el león

El avaro y el jornalero

Bericht des Übersetzers, Anmerkungen

Informationen zum Buch

Leseprobe: Abanico español

Impressum

El conde Abel y la princesa

És­tos eran un hijo de un con­de, que se lla­ma­ba el con­de Abel, y una prin­ce­sa, y los dos eran no­vios.
Y una vez es­ta­ban co­mien­do y se le cayó al con­de una guin­da. Y de­cía: – ¿Re­co­ge­ré o no esa guin­da que se me ha ca­í­do?
Si la re­co­jo la prin­ce­sa dirá que soy su­cio y ava­rien­to. Y si no la re­co­jo dirá que soy gas­ta­dor.
Y así lo es­tu­vo pen­san­do has­ta que al fin dijo: – La voy a co­ger. Y la co­gió del sue­lo y se la co­mió.
Y por eso la no­via ya no le qui­so. De­cía ella que no se ca­sa­ba con un con­de que re­co­gía la co­mi­da que se la caía al sue­lo.
Y el po­bre con­de se puso muy tris­te y ya no sa­bía qué ha­cer pa que su prin­ce­sa lo vol­vie­ra a que­rer.
Y por fin se de­ci­dió a irse de men­di­go a la casa de la prin­ce­sa.
Y se vis­tió de men­di­go y lle­va­ba es­con­di­da una copa de oro, una sor­ti­ja y un me­da­llón.
Y lle­gó al pa­la­cio pi­dien­do li­mos­na. Y la prin­ce­sa sa­lió y le dió una li­mos­na.
Y en­ton­ces él la dijo: – Se­ño­ra, ¿no tie­ne usté algo que yo pu­die­ra ha­cer, al­gún tra­ba­jo?
Y ella le dijo que no, que pa to­dos los que­ha­ce­res del pa­la­cio ya te­ní­an cria­dos.
Y él la dijo que tra­ba­ja­ría en el jar­dín o don­de fue­ra pa ha­cer algo y ga­nar unos cuar­tos. Y en­ton­ces ella le dijo que fue­ra a ca­var en el jar­dín.
Y fué a ca­var en el jar­dín y a poco que es­tu­vo ca­van­do echó en la tie­rra la copa de oro y dijo:
– Mi­ren us­te­des lo que me he en­con­trao. Una copa de oro pre­cio­sa. ¡Qué bo­ni­ta!
Y ya sa­lió la prin­ce­sa y la vió y le dijo: – ¡Qué bo­ni­ta! ¡Dé­me­la usté!
Y él la dijo: – Ésta no se la doy yo a na­die. Yo la he en­con­trao y mía es.
Y le dijo en­ton­ces la prin­ce­sa: – Pues vén­da­me­la. Dí­ga­me usté qué quie­re por ella.
Y él dijo: – No, no; que no la doy por nada del mun­do.
Y ella le es­tu­vo ro­gan­do que se la die­ra y le pre­gun­ta­ba qué que­ría por ella, has­ta que él la dijo:
– Güe­no, pues se la doy a usté si se alza usté las ena­guas y me en­se­ña sus li­gas.
Y ella dijo: – Pero que sin­ver­güen­za es usté. ¿Pa qué quie­re usté que le en­se­ñe las li­gas?
Y él la res­pon­dió: – Güe­no, si no quie­re, está bien. Me que­do con la copa de oro.
Y ya ella lo es­tu­vo pen­san­do y dijo: – Güe­no, este men­di­go ¿qué me im­por­ta que me vea las li­gas?
Y le dijo que es­ta­ba güe­no. Y se alzó las ena­guas y le en­se­ñó las li­gas y él le dió la copa de oro.
Y se fué la prin­ce­sa muy con­ten­ta con su copa y él si­guió ca­van­do en el jar­dín.
Y ca­van­do, ca­van­do, tiró la sor­ti­ja y la re­co­gió y gri­tó: – ¡Aho­ra sí que me he en­con­trao una cosa bo­ni­ta! ¡Mi­ren us­te­des qué sor­ti­ja más pre­cio­sa!
Y ya sa­lió la prin­ce­sa y la vió y le dijo: – ¡Ay, qué re­bo­ni­ta es! ¿Cuán­to quie­re usté por ella?
Y él le con­tes­tó: – Por nada del mun­do la doy. Ésta sí que no la doy por nada. Me que­do yo con ella.
Pero tan­to le es­tu­vo ro­gan­do la prin­ce­sa que por fin la dijo: – Güe­no, si usté quie­re que­dar­se con esta sor­ti­ja tie­ne que en­se­ñar­me las pier­nas.
Y en­ton­ces la prin­ce­sa le dijo: – Pero, qué sin­ver­güen­za y atre­vi­do es usté.
Le en­se­ñé las li­gas y aho­ra quie­re que le en­se­ñe las pier­nas. No, se­ñor, eso sí que no pue­de ser.
Y él la dijo: – Muy bien; me que­do con mi sor­ti­ja. Y en­ton­ces ella dijo: – Este men­di­go na­dien le co­no­ce.
¿Qué me im­por­ta que me vea las pier­nas? Y ya le dijo que es­ta­ba güe­no que le iba a en­se­ñar las pier­nas.
Y su­bió el men­di­go y le en­se­ño las pier­nas. Y cuan­do ella le en­se­ñó las pier­nas dijo él: – ¡Ay, qué pier­nas tan blan­cas y tan bo­ni­tas tie­ne usté! Y le en­tre­gó la sor­ti­ja.
Y se fué la prin­ce­sa con la sor­ti­ja, pero un poco aver­gon­za­da.
Pero de­cía: – ¡Qué me im­por­ta! Este men­di­go ton­to no sabe nada, y a na­die se lo dirá.
Y el si­guió ca­van­do en el jar­dín, y lue­go echó un me­da­llón de oro en la tie­rra y gri­tó: – ¡Ay, qué me­da­llón más her­mo­so me he en­con­trao!
Y la prin­ce­sa cuan­do lo supo bajó en se­gui­da y le dijo: – A ver el me­da­llón que has en­con­trao.
Y ya se lo en­se­ñó y la dijo: – Mire usté. Pero no me pre­gun­te cuán­to quie­ro por él por­que este sí que no se lo doy ni a usté ni a na­dien.
Éste es pa que­dar­me yo con él. Y la prin­ce­sa le dijo: – ¡Anda, vén­de­me­lo! Dime qué quie­res que te dé por él.
Y él la con­tes­tó: – Se­ño­ra, no me diga usté que se lo dé por­que no pue­de ser.
Mí­re­lo usté. Este sí que a na­die del mun­do se lo doy ni por di­ne­ro ni por nada.
Pero la prin­ce­sa tan­to le es­tu­vo ro­gan­do que por fin la dijo:
– Güe­no, pues mire usté, sólo por una cosa se lo doy y es que me deje dor­mir con usté una no­che.
– Usté es un atre­vi­do y un pí­ca­ro, – le dijo la prin­ce­sa.
– Ya por­que le he en­se­ñao las li­gas y las pier­nas cree usté que has­ta pue­de dor­mir con­mi­go.
Y él la con­tes­tó: – Se­ño­ra, per­do­ne usté. Sólo por eso la doy el me­da­llón. Y me cose en una sá­ba­na y me echa a los pies.
Así duer­mo con usté en su cama. Y la prin­ce­sa le dijo que no, que eso no po­día ser.
Pero come él la dijo que en­ton­ces él se que­da­ría con el me­da­llón por fin con­sin­tió y le dijo que es­ta­ba güe­no,
que por la no­che le co­se­rí­an en una sá­ba­na y que dor­mi­ría a los pies de ella en su mis­ma cama.
Y cuan­do lle­gó la no­che fué el men­di­go a que lo co­sie­ran en la sá­ba­na.
Y la prin­ce­sa le dijo: – ¿Cómo se lla­ma usté? Y él la dijo: – Yo me lla­mo Pe­drón.
Y lo me­tie­ron en una sá­ba­na y lo co­sie­ron y lo lle­va­ron a la cama de la prin­ce­sa y lo echa­ron a los pies.
Y a me­dia no­che em­pe­zó a mo­ver­se el men­di­go y de­cía: – ¡Ay, qué me des­co­so! ¡Ay, qué me des­co­so!
Y rom­pió la sá­ba­na y sa­lió y se acos­tó a la ca­be­ce­ra con la prin­ce­sa.
Y en­ton­ces la ena­mo­ró y hizo lo que qui­so con ella.
Y en­ton­ces ella le dijo: – ¿Qué voy a ha­cer yo aho­ra? No im­por­ta quien sea usté ten­dré que ca­sar­me con usté.
Y él la dijo: – No pue­de ser. Yo no me pue­do ca­sar con usté. Y a la ma­dru­ga­da se sa­lió del pa­la­cio y se fué a ca­var al jar­dín.
Y así pa­sa­ron unos me­ses y to­das las no­ches iba Pe­drón a dor­mir con la prin­ce­sa.
Y ya un día cuan­do ya no po­día es­con­der de sus pa­dres lo que le pa­sa­ba le dijo al men­di­go:
– ¡Ay, Pe­drón, llé­va­me con­ti­go adon­de quie­ras, que si mis pa­dres se en­te­ran me ma­tan!
Y él la de­cía: – No, no, que no te lle­vo a nin­gu­na par­te.
Y ella llo­ra­ba y le de­cía: – ¡Ay, Pe­drón, Pe­drón, que cuan­do mis pa­dres se en­te­ren!
Y él la dijo: – Pero y ¿pa dón­de quie­res que te lle­ve? ¿Pa un mo­li­no des­pa­rra­fao que tie­ne mi pa­dre?
Y ella llo­ra­ba y de­cía: – ¡Ay, Pe­drón, Pe­drón, llé­va­me adon­de quie­ras!
Y ya dijo el con­de: – Ella me quie­re y se ca­sa­rá con­mi­go. Y se la lle­vó en una bu­rra pa su pa­la­cio.
Y pa­sa­ron por onde ha­bía un re­ba­ño de ca­bras muy gran­de, y le dijo ella: – Mira qué ca­bras más bo­ni­tas. ¿De quién se­rán?
Y él la dijo: – Esas ca­bras son del con­de Abel.
Y ella dijo en­ton­ces: – ¡Ay de mí! An­tes me que­ría mu­cho y se que­ría ca­sar con­mi­go,
pero yo no le qui­se a él por­que una vez se le cayó una guin­da y la re­co­gió y se la co­mió.
Y ya pa­sa­ron por onde ha­bía mu­chas ove­jas, y dijo ella: – Mira qué ove­jas más bo­ni­tas. ¿De quién se­rán.
Y él la dijo: – Esas ove­jas son tam­bién del con­de Abel.
Y ella sus­pi­ró y dijo: – ¡Ay de mí! ¡Cuán­to me que­ría a mí el con­de Abel y yo ton­ta no le qui­se a él! ¡Ay de mí!
Y si­guie­ron ca­mi­nan­do pal cas­ti­llo del con­de.
Y cuan­do ya iban lle­gan­do al pa­la­cio le dijo el con­de Abel: – ¿Di­ces prin­ce­sa que el con­de Abel te que­ría mu­cho?
Y ella le con­tes­tó: – ¡Ay, sí, mu­cho, mu­cho! Y yo tam­bién le que­ría, pero por lo de la guin­da ya no le qui­se.
¡Ay, qué ton­ta fuí! ¡Ay, cuán­to me qui­so!
Ya es­ta­ban cer­ca del pa­la­cio y lle­ga­ron ande es­ta­ba un mo­li­no.
Y ai en el mo­li­no me­tió el con­de Abel a la prin­ce­sa y ai es­tu­vie­ron has­ta que dió a luz.
Y el con­de le lle­vó allí ropa y co­mi­da, cria­dos y todo lo que ha­cía fal­ta.
Y ella le dijo un día: – ¿De dón­de tra­es tú todo eso, Pe­drón?
Y él la dijo: – De la casa y ha­cien­da del con­de Abel. Y ella le pre­gun­tó: – ¿ Y dón­de está el con­de Abel?
Y él la abra­zó y la dijo: – Éste es el con­de Abel, el que te que­ría y te quie­re.
Y ya se qui­tó el ves­ti­do de men­di­go y ella le re­co­no­ció. Y se ca­sa­ron y se fue­ron a vi­vir al pa­la­cio del con­de.

Originalausgabe
2012 Deutscher Taschenbuch Verlag GmbH & Co. KG, München

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eBook ISBN 978-3-423-41961-1 (epub)
ISBN der gedruckten Ausgabe 978-3-423-09437-5

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